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The Linguist. Una Guía Personal para el Aprendizaje de Idiomas, 16. UNA AVENTURA LINGÜÍSTICA. Intensidad, Hong Kong 1968

Me imaginaba Hong Kong como una ciudad romántica con sus techos chinos curvos y sus sauces llorones. Esperaba poder sumergirme en tan exótico ambiente. Fue en junio de 1968, a los veintidós años de edad, que me dirigí a Asia por primera vez. En camino a Hong Kong, me tomé unas vacaciones y pude experimentar partes del mundo que antes sólo había visitado en mi imaginación: en Italia, la magnificencia de Roma y su tráfico desordenado; en Israel, la eternidad de una noche de verano estrellada sobre la antigua ciudad de Jerusalén y la tensión de un país después de una reciente guerra; en Irán, el exotismo del mercado de Teherán y sus temerarios taxis adornados con luces de Navidad en el mes de junio; en India, el esplendor del Taj Mahal y el torbellino de la vida en Nueva Delhi; y en Tailandia, los brillantes colores de Bangkok y la elegancia de su gente y su cultura. La emoción por mi nuevo destino en Hong Kong crecía a lo largo de mi viaje.

Finalmente, llegué a Hong Kong, donde fui recibido por el automóvil oficial de la Alta Comisión Canadiense. Mientras conducíamos por la congestionada Kowloon con su jungla de edificios de apartamentos monótonos y grises, fui repentinamente devuelto a la realidad. Hong Kong no era Shangri-la. Sin embargo, a medida que nuestro automóvil subía al ferry para cruzar desde Kowloon hacia la isla de Hong Kong, fui rápidamente recibido por un caleidoscopio flotante de buques de carga, barcazas, buques de guerra, veleros chinos y yates con un telón de fondo de modernos rascacielos e imponentes edificios coloniales, todos dominados por la vista del Pico Victoria del lado de Hong Kong Siempre me sentí un poco encerrado viviendo en la Colonia de la Corona Británica de Hong Kong, como se la llamaba en aquellos días. Para poder ir a cualquier lugar, había que tomar un avión o un bote. China estaba básicamente encerrada y esto podía resultar deprimente. Sin embargo, la forma más económica de alegrarme era pagar 10 o 15 centavos de Hong Kong para cruzar el puerto en el ferry Star. Nunca me cansaba de estudiar el horizonte y el tráfico marítimo durante los 15 minutos que duraba el viaje. Los primeros meses viví del lado de Hong Kong cerca de Stanley y Repulse Bay. Tenía vista directa a una pequeña y romántica bahía donde podía satisfacer mi deseo por lo exótico estudiando los veleros chinos que navegaban las brillantes aguas turquesas del Mar del Sur de China. Esta parte relativamente poco poblada de la Colonia de la Corona tenía playas, vegetación semitropical y una gran población europea. Era como un centro turístico. Se supone que viviría allí y asistiría a la universidad de Hong Kong donde habían estudiado idiomas los otros estudiantes diplomáticos. Pero después de unos meses, decidí vivir y estudiar del lado más densamente poblado de Kowloon, y me inscribí en la universidad China de Hong Kong. De la misma manera que me sumergí en la cultura francesa para aprender francés, me sumergí en la cultura china para aprender chino.

En Hong Kong se habla cantonés, por lo que no se puede uno sumergir en el mandarín. Sin embargo, es chino y sí ofrecía una intensa exposición a la cultura china. Salí de mi cómodo capullo occidental y me expuse a diario a los sonidos y olores de las pobladas calles y mercados, los comercios de venta de productos medicinales chinos y otros productos exóticos, la energía de tanta gente trajinando por los talleres callejeros, o pregonando productos que a menudo cargaban balanceados en una pértiga. Cerca de mi escuela o en la atestada Tsimshatsui, distrito de Kowloon, por poco dinero, podía almorzar fideos o arroz con curry con los trabajadores o disfrutar de suntuosas comidas cantonesas en restaurantes de lujo. Había muchos restaurantes de cocina típica de distintos lugares de China: Beijing, Shandong, Sichuan, y Chao Zhou entre otros, todos abarrotados en angostas calles llenas de gente. Ésta era mi entorno cotidiano mientras estudiaba chino. Indirectamente, estaba siendo condicionado a aceptar el idioma.

Aún recuerdo las conversaciones en mandarín con mis profesores a la hora del almuerzo, mientras comíamos Hui Guo Rou (estofado de cerdo con ajo), Man Tou (pan al vapor) y sopa de anguila. Estos encuentros informales fueron mis experiencias de aprendizaje más placenteras y relajantes. Los profesores hablaban de su niñez en China y otros temas interesantes. En una comida china, todos se sirven de la misma bandeja con sus palillos. Siempre fui de buen comer, y como era el único canadiense de la mesa, comenzaron a llamarme “jia na da” (“Canadá” en mandarín) poniendo el acento en “na da,” que significa “llegar y tomar la porción grande.” Sin duda, tomé la decisión correcta al elegir la universidad China de Hong Kong. La Escuela de Lengua China estaba dirigida por uno de los profesores de idiomas más eficientes que he conocido, el Sr. Liu Ming. Le daba la bienvenida a la gente al idioma chino y lograba que los extranjeros sintieran que podían aprender mandarín. Insistía en que los estudiantes debían trabajar mucho porque él mismo era un hombre muy enérgico y que trabajaba duro. Me inspiraba a comprometerme con mi nuevo desafío lingüístico y siempre era flexible a mis pedidos. El personal de la escuela era muy amable y alentador.

Al principio, dependía de mis clases cara a cara con los profesores. Sin embargo, pronto comencé a sentir que mis clases eran una carga. Estaba obligado a asistir a clases durante tres horas cada mañana. Algunas veces, estaba cansado y apenas prestaba atención. La eficiencia de los profesores variaba. Algunos insistían en explicarme en inglés, lo cual me resultaba bastante tedioso. La tendencia en aquellos días era poner énfasis en ejercicios que a menudo eran agotadores y aburridos. Las mejores sesiones eran aquellas en las que el profesor sólo hablaba sobre algún tema interesante. La mayor parte de mi aprendizaje provenía de estas charlas informales y del estudio intenso en casa.

Fue la energía del Director Liu Ming, quien nos observaba y nos desafiaba, lo que realmente me inspiró para trabajar con empeño. Los textos que utilizábamos eran del programa Yale en China. El primer texto se llamaba Diálogos Chinos y estaban ambientados en la China del periodo de la pre-liberación. Los diálogos describían a un tal Sr. Smith que vivía, trabajaba y viajaba por China de Shanghai a Nanking y Beiping (como se la llamaba en los días del Kuomintang). Este contexto estaba divorciado de la realidad de la China de finales de los años 60, que estaba envuelta en la Revolución Cultural. Recuerdo muy poco del contenido de este libro de texto, pero me di cuenta de que un texto artificial como este probablemente sea necesario al comienzo del aprendizaje de un idioma.

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Me imaginaba Hong Kong como una ciudad romántica con sus techos chinos curvos y sus sauces llorones. Esperaba poder sumergirme en tan exótico ambiente. Fue en junio de 1968, a los veintidós años de edad, que me dirigí a Asia por primera vez. En camino a Hong Kong, me tomé unas vacaciones y pude

experimentar partes del mundo que antes sólo había visitado en mi imaginación: en Italia, la magnificencia de Roma y su tráfico desordenado; en Israel, la eternidad de una noche de verano estrellada sobre la antigua ciudad de Jerusalén y la tensión de un país después de una reciente guerra; en Irán, el exotismo del mercado de Teherán y sus temerarios taxis adornados con luces de Navidad en el mes de junio; en India, el esplendor del Taj Mahal y el torbellino de la vida en Nueva Delhi; y en Tailandia, los brillantes colores de Bangkok y la elegancia de su gente y su cultura. La emoción por mi nuevo destino en Hong Kong crecía a lo largo de mi viaje.

Finalmente, llegué a Hong Kong, donde fui recibido por el automóvil oficial de la Alta Comisión Canadiense. Mientras conducíamos por la congestionada Kowloon con su jungla de edificios de apartamentos monótonos y grises, fui repentinamente devuelto a la realidad. Hong Kong no era Shangri-la. Sin embargo, a medida que nuestro automóvil subía al ferry para cruzar desde Kowloon hacia la isla de Hong Kong, fui rápidamente recibido por un caleidoscopio flotante de buques de carga, barcazas, buques de guerra, veleros chinos y yates con un telón de fondo de modernos rascacielos e imponentes edificios coloniales, todos dominados por la vista del Pico Victoria del lado de Hong Kong

Siempre me sentí un poco encerrado viviendo en la Colonia de la Corona Británica de Hong Kong, como se la llamaba en aquellos días. Para poder ir a cualquier lugar, había que tomar un avión o un bote. China estaba básicamente encerrada y esto podía resultar deprimente. Sin embargo, la forma más económica de alegrarme era pagar 10 o 15 centavos de Hong Kong para cruzar el puerto en el ferry Star. Nunca me cansaba

de estudiar el horizonte y el tráfico marítimo durante los 15 minutos que duraba el viaje.

Los primeros meses viví del lado de Hong Kong cerca de Stanley y Repulse Bay. Tenía vista directa a una pequeña y romántica bahía donde podía satisfacer mi deseo por lo exótico estudiando los veleros chinos que navegaban las brillantes aguas turquesas del Mar del Sur de China. Esta parte relativamente poco poblada de la Colonia de la Corona tenía playas, vegetación semitropical y una gran población europea. Era como un centro turístico. Se supone que viviría allí y asistiría a la universidad de Hong Kong donde habían estudiado idiomas los otros estudiantes diplomáticos. Pero después de unos meses, decidí vivir y estudiar del lado más densamente poblado de Kowloon, y me inscribí en la universidad China de Hong Kong. De la misma manera que me sumergí en la cultura francesa para aprender francés, me sumergí en la cultura china para aprender chino.

En Hong Kong se habla cantonés, por lo que no se puede uno sumergir en el mandarín. Sin embargo, es chino y sí ofrecía una intensa exposición a la cultura china. Salí de mi cómodo capullo occidental y me expuse a diario a los sonidos y olores de las pobladas calles y mercados, los comercios de venta de productos medicinales chinos y otros productos exóticos, la energía de tanta gente trajinando por los talleres callejeros, o pregonando productos que a menudo cargaban balanceados en una pértiga. Cerca de mi escuela o en la atestada Tsimshatsui, distrito de Kowloon, por poco dinero, podía almorzar fideos o arroz con curry con los trabajadores o disfrutar de suntuosas comidas cantonesas en restaurantes de lujo. Había muchos restaurantes de cocina típica de distintos lugares de China:

Beijing, Shandong, Sichuan, y Chao Zhou entre otros, todos abarrotados en angostas calles llenas de gente. Ésta era mi entorno cotidiano mientras estudiaba chino. Indirectamente, estaba siendo condicionado a aceptar el idioma.

Aún recuerdo las conversaciones en mandarín con mis profesores a la hora del almuerzo, mientras comíamos Hui Guo Rou (estofado de cerdo con ajo), Man Tou (pan al vapor) y sopa de anguila. Estos encuentros informales fueron mis experiencias de aprendizaje más placenteras y relajantes. Los profesores hablaban de su niñez en China y otros temas interesantes. En una comida china, todos se sirven de la misma bandeja con sus palillos. Siempre fui de buen comer, y como era el único canadiense de la mesa, comenzaron a llamarme “jia na da” (“Canadá” en mandarín) poniendo el acento en “na da,” que significa “llegar y tomar la porción grande.”

Sin duda, tomé la decisión correcta al elegir la universidad China de Hong Kong. La Escuela de Lengua China estaba dirigida por uno de los profesores de idiomas más eficientes que he conocido, el Sr. Liu Ming. Le daba la bienvenida a la gente al idioma chino y lograba que los extranjeros sintieran que

podían aprender mandarín. Insistía en que los estudiantes debían trabajar mucho porque él mismo era un hombre muy enérgico y que trabajaba duro. Me inspiraba a comprometerme con mi nuevo desafío lingüístico y siempre era flexible a mis pedidos. El personal de la escuela era muy amable y alentador.

Al principio, dependía de mis clases cara a cara con los profesores. Sin embargo, pronto comencé a sentir que mis clases eran una carga. Estaba obligado a asistir a clases durante tres horas cada mañana. Algunas veces, estaba cansado y apenas prestaba atención. La eficiencia de los profesores variaba. Algunos insistían en explicarme en inglés, lo cual me resultaba bastante tedioso. La tendencia en aquellos días era poner énfasis en ejercicios que a menudo eran agotadores y aburridos. Las mejores sesiones eran aquellas en las que el profesor sólo hablaba sobre algún tema interesante. La mayor parte de mi aprendizaje provenía de estas charlas informales y del estudio intenso en casa.

Fue la energía del Director Liu Ming, quien nos observaba y nos desafiaba, lo que realmente me inspiró para trabajar con empeño. Los textos que utilizábamos eran del programa Yale en China. El primer texto se llamaba Diálogos Chinos y estaban ambientados en la China del periodo de la pre-liberación. Los diálogos describían a un tal Sr. Smith que vivía, trabajaba y viajaba por China de Shanghai a Nanking y Beiping (como se la llamaba en los días del Kuomintang). Este contexto estaba divorciado de la realidad de la China de finales de los años 60, que estaba envuelta en la Revolución Cultural. Recuerdo muy poco del contenido de este libro de texto, pero me di cuenta de que un texto artificial como este probablemente sea necesario al comienzo del aprendizaje de un idioma.