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Cuentos, Invasión sutil (Pere Calders)

Invasión sutil (Pere Calders)

En el hostal Punta Marina conocí a un japonés desconcertante, que no se parecía en nada a la idea que yo tenía de este tipo de orientales.

A la hora de cenar, se sentó en mi mesa, tras pedirme permiso sin cumplidos. Me llamó la atención el hecho de que no tenía los ojos oblicuos ni la piel amarillenta. Al contrario: era bastante pálido y tenía el pelo tirando a rubio.

Sentía una gran curiosidad por los platos que pediría. Reconozco que esperaba que pidiera platos poco habituales o alguna combinación exótica, en cambio, me sorprendió que pidiera una ensalada variada con mucha cebolla, carne a la brasa y un flan de postres. Para terminar, un café y una copa de coñac.

Me había imaginado que el japonés comería con una pulcritud exagerada, incluso irritante, pinzando los alimentos con la precisión de un relojero. Pero no fue así: el hombre utilizaba el cuchillo y el tenedor con gran habilidad, como si lo hubiera hecho toda la vida, y se llenaba la boca sin manías estéticas.

En cambio, hablaba un español impecable, como cualquiera de nosotros, sin un ápice de acento extranjero. No era de extrañar, teniendo en cuenta que esta gente es muy estudiosa y muy lista. Pero a mi me hacía sentir inferior, porque yo no hablo ni una palabra de japonés. Es curioso, porque en nuestra conversación, el que parecía extranjero era yo, ya que condicionaba mi actuación al saber que mi interlocutor era japonés. Gestualizaba más de la cuenta, le hablaba despacio... él, en cambio, actuaba como si nada.

Llegué a la conclusión de que aquel hombre debía ser vendedor o representante de cámaras fotográficas o de vídeo. Intenté hablarle de ello, pero me respondió rotundamente. “Yo no entiendo de tecnología, vendo estatuillas de santos y vírgenes” me dijo. Me contó que la cosa no andaba muy bien últimamente y que tenía que viajar bastante por toda la península, de feria en feria, por eso cuando quería tomarse un descanso o tenía unos días de fiesta seguidos, se iba corriendo para casa... -¡Nada como en casa! –me dijo con satisfacción.

-¿Vive en nuestro país?

-¡Pues claro! ¿Dónde quiere que viva, si no?

Visto así, tenía razón, son gente de mundo. Me lo volví a mirar y la verdad es que ningún detalle, ni en la ropa, ni en la figura, no delataba su procedencia japonesa.

Se despidió y se fue, pero yo me quedé pensativo. Hasta el punto, que al subir a la habitación, le conté la aventura a mi mujer, que no se encontraba muy bien y se había quedado mirando la tele en la cama.

-¿Y de dónde lo has sacado que era japonés? – me preguntó ella.

Sonreí entre dientes, compadeciéndome de su inocencia.

-Los detecto a la legua! - le contesté.

-¡No sabía que conocieras a tantos japoneses!

-¡No, no, pero los reconozco enseguida!

-¿Te lo ha dicho él, que era japonés?

-¡Qué va! Ni siquiera lo ha insinuado... ¡son más listos!

-¿Pero te lo ha dicho alguien?

-Nadie me ha dicho nada, ni falta que me hace. ¡Tengo el instinto afinadísimo!

Nos peleamos. Siempre me pincha diciéndome que soy un malpensado y que un día tendré un disgusto de los grandes. Parece mentira que se niegue a razonar y que sea tan ingenua.

Esa noche dormí mal y poco . No me podía quitar al japonés de la cabeza. Porque mientras se presenten como son, con la sonrisita, las reverencias y aquella mirada horizontal, nos podremos defender. ¡O eso espero! Pero si empiezan a venir con tanto disimulo y sutileza, nos darán mucho trabajo y dolores de cabeza.

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Invasión sutil (Pere Calders) Subtle invasion (Pere Calders)

En el hostal Punta Marina conocí a un japonés desconcertante, que no se parecía en nada a la idea que yo tenía de este tipo de orientales.

A la hora de cenar, se sentó en mi mesa, tras pedirme permiso sin cumplidos. Me llamó la atención el hecho de que no tenía los ojos oblicuos ni la piel amarillenta. Al contrario: era bastante pálido y tenía el pelo tirando a rubio.

Sentía una gran curiosidad por los platos que pediría. Reconozco que esperaba que pidiera platos poco habituales o alguna combinación exótica, en cambio, me sorprendió que pidiera una ensalada variada con mucha cebolla, carne a la brasa y un flan de postres. Para terminar, un café y una copa de coñac.

Me había imaginado que el japonés comería con una pulcritud exagerada, incluso irritante, pinzando los alimentos con la precisión de un relojero. Pero no fue así: el hombre utilizaba el cuchillo y el tenedor con gran habilidad, como si lo hubiera hecho toda la vida, y se llenaba la boca sin manías estéticas.

En cambio, hablaba un español impecable, como cualquiera de nosotros, sin un ápice de acento extranjero. No era de extrañar, teniendo en cuenta que esta gente es muy estudiosa y muy lista. Pero a mi me hacía sentir inferior, porque yo no hablo ni una palabra de japonés. Es curioso, porque en nuestra conversación, el que parecía extranjero era yo, ya que condicionaba mi actuación al saber que mi interlocutor era japonés. Gestualizaba más de la cuenta, le hablaba despacio... él, en cambio, actuaba como si nada.

Llegué a la conclusión de que aquel hombre debía ser vendedor o representante de cámaras fotográficas o de vídeo. Intenté hablarle de ello, pero me respondió rotundamente. “Yo no entiendo de tecnología, vendo estatuillas de santos y vírgenes” me dijo. Me contó que la cosa no andaba muy bien últimamente y que tenía que viajar bastante por toda la península, de feria en feria, por eso cuando quería tomarse un descanso o tenía unos días de fiesta seguidos, se iba corriendo para casa... -¡Nada como en casa! –me dijo con satisfacción.

-¿Vive en nuestro país?

-¡Pues claro! ¿Dónde quiere que viva, si no?

Visto así, tenía razón, son gente de mundo. Me lo volví a mirar y la verdad es que ningún detalle, ni en la ropa, ni en la figura, no delataba su procedencia japonesa.

Se despidió y se fue, pero yo me quedé pensativo. Hasta el punto, que al subir a la habitación, le conté la aventura a mi mujer, que no se encontraba muy bien y se había quedado mirando la tele en la cama.

-¿Y de dónde lo has sacado que era japonés? – me preguntó ella.

Sonreí entre dientes, compadeciéndome de su inocencia.

-Los detecto a la legua! - le contesté.

-¡No sabía que conocieras a tantos japoneses!

-¡No, no, pero los reconozco enseguida!

-¿Te lo ha dicho él, que era japonés?

-¡Qué va! Ni siquiera lo ha insinuado... ¡son más listos!

-¿Pero te lo ha dicho alguien?

-Nadie me ha dicho nada, ni falta que me hace. ¡Tengo el instinto afinadísimo!

Nos peleamos. Siempre me pincha diciéndome que soy un malpensado y que un día tendré un disgusto de los grandes. Parece mentira que se niegue a razonar y que sea tan ingenua.

Esa noche dormí mal y poco . No me podía quitar al japonés de la cabeza. Porque mientras se presenten como son, con la sonrisita, las reverencias y aquella mirada horizontal, nos podremos defender. ¡O eso espero! Pero si empiezan a venir con tanto disimulo y sutileza, nos darán mucho trabajo y dolores de cabeza.