BAJO PRESIÓN (parte II) Y estas son las palabras de Carl Honoré en una entrevista titulada “Los límites son necesarios porque dan seguridad al niño”, publicada en La Vanguardia el 21-10-2008: Su libro no es un manual para padres, sino una denuncia de la sobreestimulación a la que están sometidos los niños hoy. Sí.
Los adultos secuestramos la niñez de forma nunca vista a lo largo de la historia y, desde el instinto de intentar hacer lo mejor para nuestros hijos, hemos caído en el exceso, lo que provoca un efecto negativo, tragicómico. Porque aún queriendo lo mejor, la forma en que educamos a nuestros hijos les provoca problemas de salud mental, física… Tal vez lo que se intenta es prepararlos de la mejor manera posible para que puedan sobrevivir en una sociedad muy competitiva. Trasladamos a nuestros hijos la filosofía laboral ¿Cómo lo hago para mejorar algo, en este caso a nuestros hijos? Aplicamos la cultura del perfeccionismo, que tiene que ver con la del consumo, la que nos vende la idea de que todo tiene que ser perfecto, la casa, el cuerpo, las vacaciones, nuestros hijos… La cultura del management contagia toda nuestra vida, y todo acaba reducido a objetivos y metas. Tenemos miedo, pero no somos capaces de darnos cuenta de que las incertidumbres y las dudas son ingredientes básicos de la tarea de educar a los hijos.
También sucede que los padres proyectan en sus hijos sus propias frustraciones. Muchos padres viven a través de sus hijos. Sus éxitos son los nuestros y sus fracasos también. Estamos demasiado involucrados en la vida de nuestros hijos. En cierto modo los chicos han pasado a ser mi mismo yo, un proyecto de vanidad. La línea entre padres e hijos se borra, la familia se democratiza, y eso está muy bien pero, a la vez, desaparece la línea que divide el papel de cada uno. Cuando eso pasa, algo tan importante como la disciplina, las reglas, el saber decir “no”, lo tiramos por la ventana. Los niños necesitan límites para sentirse seguros y también para desenvolverse en la sociedad y para relacionarse con los otros.
Puede ser que los padres se preocupen por sus hijos en lugar de ocuparse de ellos. Esta es mi tesis. Los niños no están con los padres. Los padres despreciamos lo pequeño, lo simple, lo barato, y los niños lo que más necesitan es nuestra presencia, atención, que estemos. Esta es una línea fácil de cruzar. La mayor expresión del amor hacia nuestros hijos es estar con ellos. Cuando la paternidad acaba siendo un cruce entre el desarrollo de un producto, un proyecto laboral, y el deporte de competición todos salimos perjudicados, padres e hijos, porque nos estamos negando los principales placeres, como compartir, estar, reír… ¿Conocerse? Sí, conocerse. La paternidad es un viaje hacia el descubrimiento y como todos los viajes comporta incertidumbres, dudas, errores. La gente que acepta eso transforma la paternidad y la maternidad en una aventura muy rica, mucho más interesante eso que fabricar un producto. El resultado entonces son niños más completos y más sanos.
Los docentes se quejan de que no pueden con los niños porque llegan sobreprotegidos de casa. No sólo eso. Los niños no aceptan las normas pero tampoco las críticas. Estamos en un cambio cultural muy amplio, que es el de la cultura del no envejecer nunca, la glorificación de la juventud, del “peterpanismo”. Es bueno salir de esa idea de que el mero hecho de ser padres nos limita la vida, pero nos olvidamos o tiramos por la ventana la de que padres e hijos tienen papeles diferentes. Los profesores están en una especie de callejón sin salida. Los niños no saben comportarse y los padres no saben lo que quieren, siempre están preocupados. Tenemos muchas señales de que hemos perdido la brújula y el control en la crianza de nuestros hijos. Lo veo en el entorno social de Londres. Los padres siempre están vigilando el colegio con lupa, pendientes de que la maestra se equivoque. Siempre están como helicópteros sobrevolando el colegio, y eso a los chicos les hace daño, les perjudica y les preocupa. Tienen miedo, por ejemplo, de que su padre les mire los deberes. El empeño en darles lo mejor, hacer de ellos los mejores, es lógico, pero les estamos negando algo muy importante, y es que aprendan a zafarse de situaciones complejas y difíciles, en las que no serán los mejores. Con nuestra actitud les impedimos a que aprendan a desenvolverse bien en la vida.
¿A usted le enseñaron a ello? Yo tuve una educación bastante buena en Canadá, y aunque también me vi inmerso en alguna situación que no me gustaba, mis padres no intervinieron, dejaron que me espabilara. En los últimos años de bachillerato tuve un profesor de Biología al que odiaba, pero tenía que seguir estudiando la asignatura para acabar el bachillerato. De esa experiencia aprendí muchas cosas, entre ellas a llevarme bien con alguien que no me gustaba. Si a nuestros hijos siempre les damos las circunstancias perfectas no les preparamos para el mundo real.
¿Nos preocupamos en exceso de la formación académica y deportiva de nuestros hijos y nos olvidamos de la emocional? Es que lo académico y lo deportivo es más fácil y el saldo es más visible. La empatía, la generosidad, la solidaridad no las puedes poner en un currículum. Educar en esos valores es más difícil y costoso. Uno de los resultados de obsesionarse con la hiperactividad de los hijos es que refuerza el egoísmo y se ve al otro como un rival, como alguien que le puede quitar el puesto en la universidad, en el equipo de fútbol… Estamos creando consumidores egoístas y eso debemos cambiarlo. El mercado pide personas creativas, que sepan trabajar en equipo y nosotros estamos educando chicos que no saben hacer eso. El futuro está en la creatividad y ni nuestro sistema escolar ni nuestra sociedad los forma para ello, al contrario. Son chicos que siempre tienen la respuesta correcta, no saben crear, sólo aprenden la receta que les enseñamos. Hay que tirar la receta y darles espacio para ser creativos.
Los padres no ponemos límites pero buscamos “súper nanis” para que los pongan por nosotros o nos enseñen a ponerlos. ¿Tenemos miedo a enfrentarnos con nuestros hijos? Hemos llegado al punto de contratar a consultores en paternidad. Volvemos al miedo, que está en la raíz de este momento cultural. Hemos perdido la confianza en ser padres. Cuando los niños nacen ya nos hemos leído 50 libros sobre la paternidad, hemos ido a clases, nos hemos empapado de artículos sobre ello. Este bombardeo de consejos, a veces contradictorios, hace que nuestra confianza sea mucho más vulnerable. Se supone que el objetivo de toda esta industria es dar más confianza, pero paradójicamente hemos perdido la capacidad de buscar la voz interior que todos llevamos dentro. Conocemos mejor a nuestros hijos que nadie, sin embargo los educamos como si nos hiciera falta leer un manual de instrucciones o mirando lo que hace el vecino. Nos dejamos llevar por la corriente de pánico y perdemos esa voz interior. El libro lo escribí para recuperar la confianza en mi mismo como padre.
¿La ha recuperado? Sí.
¿Ha mejorado la relación con sus dos hijos? Sí.
Me siento más relajado con ellos, no estoy tan apurado. No estoy siempre atento, les dejo más a su aire y la verdad es que tienen pasión por lo que hacen. Mi hija, por ejemplo, baila flamenco. Le encanta y disfruta.
¿También hacen actividades extra escolares? Sí, pero las que les gustan. Con frecuencia los chicos hacen las actividades extra escolares que sus padres quieren o, en el caso de los adolescentes, para armar un currículum impecable.
¿Los niños son más felices ahora que antes? Es muy difícil responder a eso. Hay muchos indicios de que no, y eso se ve en el aumento de los problemas psicológicos y la enorme cantidad de chicos que reciben medicamentos para controlar su estado de ánimo. Eso es muy mala señal. Hay una gran felicidad falsa, tanto entre adultos como entre niños, que es un producto del consumismo. Compramos un ipod nuevo o la última minifalda de Prada para ser felices, pero ¿eso genera felicidad? No. Es una felicidad artificial, poco profunda, no duradera. Espero que la crisis financiera nos ayude a resituar este materialismo sin límites al que hemos llegado y nos haga reflexionar. Despreciamos lo sencillo, lo cómodo, lo simple, ese palito con el que nuestro hijo puede jugar durante horas. Nos sentimos mal si nuestro hijo no tiene un juguete electrónico de 85 euros, no sólo porque lo el tiene el hijo del vecino, sino porque en la caja nos dice que es muy útil para su mayor desarrollo cognitivo. El mercado manipula nuestros miedos, nuestras angustias para vender más y más. ¿Qué pasará ahora cuando la gente deje de tener tanto dinero? Con un poco de suerte recuperaremos el palito y nos daremos cuenta de que eso sí tiene un efecto sobre el desarrollo cognitivo del niño.
Entre esa actitud excesiva y el pasar de los niños, no hacer nada, ¿dónde esta el punto intermedio? Esta pregunta es incontestable. El punto de equilibrio es distinto en cada caso. No hay una actitud perfecta. Ahora estamos en el exceso y de lo que se trata es de trasladar el péndulo hacia el equilibrio. Yo no puedo decir a la gente lo que tiene que hacer, pero sí apuntar los indicios que indican cuando no se está en la buena dirección. Cuando los niños no hablan de las actividades extraescolares, cuando tienen ojeras, problemas de salud, duermen mal o se duermen en el coche entre actividad y actividad, es que algo no va. Hay que poner límites a la presión social y tratar de ubicar la brújula personal de cada uno para que tu hijo haga lo que más le convenga a él y no al vecino o a tu compañera de oficina. Hay que aplicar el sentido común.
Este sentido común no siempre se encuentra. Ser padre es difícil, duro y agobiante. No es un sueño de vacaciones. El problema es que en lugar de pensar y aceptar que todo saldrá bien, invertimos en el lugar equivocado.